Lejano a lo que se piensa,
la gente que trabaja en las oficinas del tan mentado Microcentro es gente casi
normal. Distante de esa imagen fría y despiadada que se transmite por
televisión, donde en sus minúsculas calles todos son salvajes fagocitándose
entre sí y a quien se demore un poco se lo llevan puesto (aunque en parte es
cierto, pero es para mantener el equilibrio psicópata que maneja las finanzas
del lugar, señora), los empleados bancarios, las administrativas, los gerentes, los
cadetes y hasta los pibes que te traen el sánguche o la triste ensaladita al
mediodía, son casi personas. Tienen sus casas, sus autos (o su tarjeta SUBE), y
seguramente alguien que los espera en su casa, ya sea esposas, hijos, perros,
gatos o Playstation 3. Hablan, ríen, comen, toman café o mate, según el gusto
de cada uno. Son casi seres humanos, digamos. Personas, sí.
Hay una sola cosa que los
transforma en seres deplorables, que modifica el rumbo de los negocios y las
agendas del día... es una energía que podríamos denominar demoníaca debido a
los efectos alucinógenos que produce en quienes padecen su abstinencia: en este
apartado la palabra "energía" está puesta adrede; porque lo que guía
el rumbo de los seres nefastos y angélicos de Microcentro es precisamente eso:
el Dios de la Electricidad. Sin esta cosa tan básica, todo se convierte en un
verdadero Caos. Las computadoras y sus prístinos teclados se apagan de un
momento a otro, sin dar tiempo a guardar esa planilla tan importante en la que
el desgraciado de turno venía trabajando toda la mañana. Los ascensores no
funcionan, así que el que no haya traído comida o se sienta tentado a comprar
un mísero paquete de galletitas de agua va a tener que bajar (y volver a subir)
los seis pisos por escalera en la semi penumbra (cuando no en la oscuridad
total); los teléfonos celulares no tienen ni una teta de donde mamar la bendita
ánima que los motiva y que les lleva tanta información y alegría a sus dueños,
quienes rogarán con sudor frío que las dos liñitas que le quedan de batería
sean suficientes hasta el final del día (o al menos que no se agoten antes de
que los ineptos de la compañía eléctrica decidan dejar de tomar mate y ponerse
a trabajar de una vez). Todo se muere, todo se descalabra sin luz. Todas las
reuniones se cancelan (porque con qué vamos a hacer el café y no tenemos ni
agua en el baño). Todos se miran las caras sin saber qué hacer, porque después
de tanto mensaje de texto se olvidaron de cómo hablar. Y de pronto, obra el
milagro: un almuerzo sumido en el silencio se llena de risas y de anécdotas
varias, los empleados se conectan entre sí, algo nuevo en esta época, sin
necesidad de pantallas de por medio: se miran a la cara, se reconocen, se ríen,
se hacen bromas, se distienden, se relajan durante un rato. Un rato dije,
porque justo, justo cuando estaban por sugerir al jefe (después de tres
interminables horas) si no sería mejor volver a casa y reanudar mañana, el dios
eléctrico vuelve a funcionar y las computadoras se encienden y todo vuelve a
ser mails y ruido y caos y teléfonos que suenan imparables, impresoras que
gritan y ascensores que suben y bajan escupiendo clientes y alejándolos de un
tiempo remoto donde no hubo tiempo, ni mails, ni llamadas, ni música de fondo
ni nada más que personas que pasaban su tiempo. Lo mismo que hacen con todo ese
ruido alrededor digamos, pero sin distracciones. Vuelve el Dios, vuelve el
Caos. La gente que no trabaja en Microcentro no lo entiende. Y lo bien que
hacen. Pero el dios que maneja todos los hilos está ahí, observando, esperando,
a que te olvides de guardar ese archivo tan importante, para apagarte el mundo
laboral de una vez, y dejarte desnudo, solito, con tu cara y tu conversación a
cuestas. Dios bendiga la luz, porque no sabemos que hacer sin ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario