Yo llegué al AIKIDO no por casualidad, sino por impulso. Por
una pulsión vibrante que tenía en mi cuerpo desde hacía tiempo y no sabía
explicar: me atraía eso de canalizar la energía de mi oponente y usarla a mi
favor, pero salvo por un breve período donde practiqué Taekwondo en mi
adolescencia, sabía poco y nada sobre las Artes Marciales y menos sobre el
AIKIDO (en cierto punto, mi ignorancia sigue intacta, pero es como el
incontinente que va al psicólogo: me sigo cagando, pero ya no me importa.)
Confío en que en algún momento lo entenderé y avanzo hacia ahí. Porque una de
las primeras cosas que te das cuenta cuando entrás en un tatami es esa: no
tenés idea de nada. Y tenés que reaprender todo: aprendés a caminar, a
sentarte, a comunicarte con los demás, a reprimir el instinto asesino cuando tu
Uke (tu compañero) se pone duro, a sofocar la puteada de rigor cuando la
técnica por enésima vez no te sale... en ese caos monumental, donde no sabés
dónde tenés la derecha y cual es tu izquierda (“...tu otra izquierda...”),
trabajás la lateralidad y descubrís que tenías un costado de tu cuerpo (y un
hemisferio de tu cerebro) que estaba juntando telarañas; y ves a los demás y
crees que todo el mundo sabe lo que hace MENOS vos y parece tan sencillo
cuando lo hace el otro... como dije, dentro de todo ese CAOS monumental te
encontrarás vos inmersa en el océano blanco del tatami (“La vida es dura... el
tatami también.”) y te preguntas una vez más: “¿Qué estoy haciendo acá?”. Y
parece re traumático, pero es divertido en el fondo, porque aprendés a reírte
de tus errores, y en cada caída hay algo que se aprende: levantarte o no,
depende de vos. No es fácil. Pero de a poco hay algo que se va aflojando. Algo se
ablanda. Y requiere mucha constancia, porque es más fácil mirar para otro lado y
seguir ignorando esa voz interna que nos reclamaba atención y ahora nos tiene a
su merced durante una hora para torturarnos, para remarcamos todo lo que
hacemos mal, lo ridículos que nos vemos, lo inadecuados que somos, ese miedo
cortante nos critica y nos persigue, porque el miedo tiene miedo. Y nosotros
tenemos miedo de nosotros mismos. Tenemos miedo de lo que podemos llegar a ser
y nos conformamos con menos (no sólo en el tatami, sino también en la vida a
veces... el tatami no es otra cosa que un reflejo de cómo nos comportamos en el
exterior, no?). Y un día, harta ya de escuchar mis astutas y sagaces razones
para abandonar, me dije: “Ya está! Sabés qué? Sí, estoy gorda, soy ridícula,
estoy sucia y cansada y no tengo ni la más puta idea de lo que estoy
haciendo... pero quiero aprender. Con el tiempo voy a aprender. Me gusta hacer
esto. Esto lo que quiero.” Y lloré, claro. No fue la única vez que lloré en el
vestuario después de una clase (hubieron dos o tres más) pero ese primer llanto
fue como si se cayera dentro de mí un muro de resistencia. Hay otros, por
supuesto. Pero supe que tenía que demoler algunas estructuras para, desde las
ruinas, elegir con que quería quedarme y con qué no, para empezar a construir
de nuevo. Pero desde un lugar más real, más sincero. Porque en el tatami todo
se ve, todo se nota, uno se vuelve transparente, y se podría creer que ése es
un lugar de vulnerabilidad frente a los otros. Pero es un error, porque todos
estamos en la misma. El tatami te quita resistencia y también te da: te da
Maestros que te enseñan sobre el AIKIDO y sobre la vida, te da más calma ante
las situaciones de estrés, te da la posibilidad de pensar y mantener la cabeza
fría cuando todo es un caos, y te da amigos viscerales. No es casualidad que a mis dos mejores amigas las haya conocido en el dojo: porque me han visto reír
y llorar y luchar y volver por más. Porque con el tiempo se vuelve una
necesidad y una felicidad loca de saber que, sin importar qué tan bien o tan
mal te vaya durante el día, en algún momento va a llegar la hora en que vayas
al dojo. Y eso te hace sonreír. Eso te da una luz y un calor que se siente por
dentro.
Por qué practicar AIKIDO? Porque muchas personas como yo están buscando un cambio, pero no un cambio de ir al gimnasio cual golondrina
en primavera para volver a la rutina una vez que termine el verano. Hay
personas que como yo buscan encontrarse consigo y con otros en un lugar sincero, crudo,
directo, donde cada día hay nuevos desafíos y donde uno sabe cómo entra en el
tatami, pero nunca sabe cómo sale: porque tiene una energía que te transforma.
Es un camino, una forma de vida que se elige. Y vas encontrando tus Maestros en ese camino. Porque cuando uno está alineado de determinada manera y enfoca su
deseo en una acción concreta, las personas adecuadas aparecen. No tengo dudas
sobre eso.
Y si apenas en estos primeros dos años me pasaron todas
estas cosas, no me queda más que estar agradecida y esperar con alegría y
entusiasmo todo lo que está por venir (para la vida de un Aikidoka, los dos
años serían esa etapa en que los bebés dejan los pañales y aprenden a caminar...
una época complicada, digamos, pero muy interesante, porque cada paso nuevo nos
acerca un poco más a la grandeza de ese mundo desconocido que recién empezamos
a descubrir.)
Practicar AIKIDO es descubrir un mundo nuevo y aprender a
transitarlo. Es aprender a aprender. Y es encontrar a aquellos que nos llevan a
ser alguien que jamás hubiéramos imaginado. Ojalá compartamos tatami alguna vez.
Gracias.
21 de septiembre de 2013