domingo, 10 de noviembre de 2013

El Dios de Microcentro

Lejano a lo que se piensa, la gente que trabaja en las oficinas del tan mentado Microcentro es gente casi normal. Distante de esa imagen fría y despiadada que se transmite por televisión, donde en sus minúsculas calles todos son salvajes fagocitándose entre sí y a quien se demore un poco se lo llevan puesto (aunque en parte es cierto, pero es para mantener el equilibrio psicópata que maneja las finanzas del lugar, señora), los empleados bancarios, las administrativas, los gerentes, los cadetes y hasta los pibes que te traen el sánguche o la triste ensaladita al mediodía, son casi personas. Tienen sus casas, sus autos (o su tarjeta SUBE), y seguramente alguien que los espera en su casa, ya sea esposas, hijos, perros, gatos o Playstation 3. Hablan, ríen, comen, toman café o mate, según el gusto de cada uno. Son casi seres humanos, digamos. Personas, sí.
Hay una sola cosa que los transforma en seres deplorables, que modifica el rumbo de los negocios y las agendas del día... es una energía que podríamos denominar demoníaca debido a los efectos alucinógenos que produce en quienes padecen su abstinencia: en este apartado la palabra "energía" está puesta adrede; porque lo que guía el rumbo de los seres nefastos y angélicos de Microcentro es precisamente eso: el Dios de la Electricidad. Sin esta cosa tan básica, todo se convierte en un verdadero Caos. Las computadoras y sus prístinos teclados se apagan de un momento a otro, sin dar tiempo a guardar esa planilla tan importante en la que el desgraciado de turno venía trabajando toda la mañana. Los ascensores no funcionan, así que el que no haya traído comida o se sienta tentado a comprar un mísero paquete de galletitas de agua va a tener que bajar (y volver a subir) los seis pisos por escalera en la semi penumbra (cuando no en la oscuridad total); los teléfonos celulares no tienen ni una teta de donde mamar la bendita ánima que los motiva y que les lleva tanta información y alegría a sus dueños, quienes rogarán con sudor frío que las dos liñitas que le quedan de batería sean suficientes hasta el final del día (o al menos que no se agoten antes de que los ineptos de la compañía eléctrica decidan dejar de tomar mate y ponerse a trabajar de una vez). Todo se muere, todo se descalabra sin luz. Todas las reuniones se cancelan (porque con qué vamos a hacer el café y no tenemos ni agua en el baño). Todos se miran las caras sin saber qué hacer, porque después de tanto mensaje de texto se olvidaron de cómo hablar. Y de pronto, obra el milagro: un almuerzo sumido en el silencio se llena de risas y de anécdotas varias, los empleados se conectan entre sí, algo nuevo en esta época, sin necesidad de pantallas de por medio: se miran a la cara, se reconocen, se ríen, se hacen bromas, se distienden, se relajan durante un rato. Un rato dije, porque justo, justo cuando estaban por sugerir al jefe (después de tres interminables horas) si no sería mejor volver a casa y reanudar mañana, el dios eléctrico vuelve a funcionar y las computadoras se encienden y todo vuelve a ser mails y ruido y caos y teléfonos que suenan imparables, impresoras que gritan y ascensores que suben y bajan escupiendo clientes y alejándolos de un tiempo remoto donde no hubo tiempo, ni mails, ni llamadas, ni música de fondo ni nada más que personas que pasaban su tiempo. Lo mismo que hacen con todo ese ruido alrededor digamos, pero sin distracciones. Vuelve el Dios, vuelve el Caos. La gente que no trabaja en Microcentro no lo entiende. Y lo bien que hacen. Pero el dios que maneja todos los hilos está ahí, observando, esperando, a que te olvides de guardar ese archivo tan importante, para apagarte el mundo laboral de una vez, y dejarte desnudo, solito, con tu cara y tu conversación a cuestas. Dios bendiga la luz, porque no sabemos que hacer sin ella.  


lunes, 14 de octubre de 2013

EL SUEÑO DE JAVIER

¿Y si tuviera que describirle a alguien el sonido del viento.... o el ladrido de un perro? Amores como pájaros, cuerpos como púas. Sonrío. Y respiro. La suave piel de un animal roza la mía. Él está vivo. Me está midiendo, me pide algo, me reclama. Yo dudo si lo que sale por mis pulmones sea aire verdadero. Alguien silba a lo lejos una canción que desconozco. No puedo permanecer en el suelo luego de una batalla, no puedo, debo erguirme y ondear mi estandarte y acabar calavera rostizada: mi destino no es de flores y laúd. Es de espacios y laberintos de ligustrina que nunca, nunca conducen a ninguna parte. Estoy solo y no puedo ver. Me hundo en la negrura y escucho las risas de mi infancia ¿hubo risas o las invento? Supongo que toda infancia tuvo risas, alego olvidarlas y las agrego a la película de mi vida. El animal muerde mi mano y veo sangre que mana entre mis dedos pero no dejo de acariciarlo, su pelo blanco se tiñe de rojo y quizás soy yo, quizás se tiñe de mí, con esta ausente sensación de suavidad que ahora es un dulce dolor que quema. Ya es tarde, debo irme (una mujer me espera), debo guardar mis fantasmas en la maleta y emprender el regreso. ¿Pero, hacia dónde? Si ya no puedo recordar mi origen, amarga génesis que todo amalgama y todo destruye. Ya empieza a despuntar el día. Despierta.    

sábado, 21 de septiembre de 2013

Por qué practicar AIKIDO?


Yo llegué al AIKIDO no por casualidad, sino por impulso. Por una pulsión vibrante que tenía en mi cuerpo desde hacía tiempo y no sabía explicar: me atraía eso de canalizar la energía de mi oponente y usarla a mi favor, pero salvo por un breve período donde practiqué Taekwondo en mi adolescencia, sabía poco y nada sobre las Artes Marciales y menos sobre el AIKIDO (en cierto punto, mi ignorancia sigue intacta, pero es como el incontinente que va al psicólogo: me sigo cagando, pero ya no me importa.) Confío en que en algún momento lo entenderé y avanzo hacia ahí. Porque una de las primeras cosas que te das cuenta cuando entrás en un tatami es esa: no tenés idea de nada. Y tenés que reaprender todo: aprendés a caminar, a sentarte, a comunicarte con los demás, a reprimir el instinto asesino cuando tu Uke (tu compañero) se pone duro, a sofocar la puteada de rigor cuando la técnica por enésima vez no te sale... en ese caos monumental, donde no sabés dónde tenés la derecha y cual es tu izquierda (“...tu otra izquierda...”), trabajás la lateralidad y descubrís que tenías un costado de tu cuerpo (y un hemisferio de tu cerebro) que estaba juntando telarañas; y ves a los demás y crees que todo el mundo sabe lo que hace MENOS vos y parece tan sencillo cuando lo hace el otro... como dije, dentro de todo ese CAOS monumental te encontrarás vos inmersa en el océano blanco del tatami (“La vida es dura... el tatami también.”) y te preguntas una vez más: “¿Qué estoy haciendo acá?”. Y parece re traumático, pero es divertido en el fondo, porque aprendés a reírte de tus errores, y en cada caída hay algo que se aprende: levantarte o no, depende de vos. No es fácil. Pero de a poco hay algo que se va aflojando. Algo se ablanda. Y requiere mucha constancia, porque es más fácil mirar para otro lado y seguir ignorando esa voz interna que nos reclamaba atención y ahora nos tiene a su merced durante una hora para torturarnos, para remarcamos todo lo que hacemos mal, lo ridículos que nos vemos, lo inadecuados que somos, ese miedo cortante nos critica y nos persigue, porque el miedo tiene miedo. Y nosotros tenemos miedo de nosotros mismos. Tenemos miedo de lo que podemos llegar a ser y nos conformamos con menos (no sólo en el tatami, sino también en la vida a veces... el tatami no es otra cosa que un reflejo de cómo nos comportamos en el exterior, no?). Y un día, harta ya de escuchar mis astutas y sagaces razones para abandonar, me dije: “Ya está! Sabés qué? Sí, estoy gorda, soy ridícula, estoy sucia y cansada y no tengo ni la más puta idea de lo que estoy haciendo... pero quiero aprender. Con el tiempo voy a aprender. Me gusta hacer esto. Esto lo que quiero.” Y lloré, claro. No fue la única vez que lloré en el vestuario después de una clase (hubieron dos o tres más) pero ese primer llanto fue como si se cayera dentro de mí un muro de resistencia. Hay otros, por supuesto. Pero supe que tenía que demoler algunas estructuras para, desde las ruinas, elegir con que quería quedarme y con qué no, para empezar a construir de nuevo. Pero desde un lugar más real, más sincero. Porque en el tatami todo se ve, todo se nota, uno se vuelve transparente, y se podría creer que ése es un lugar de vulnerabilidad frente a los otros. Pero es un error, porque todos estamos en la misma. El tatami te quita resistencia y también te da: te da Maestros que te enseñan sobre el AIKIDO y sobre la vida, te da más calma ante las situaciones de estrés, te da la posibilidad de pensar y mantener la cabeza fría cuando todo es un caos, y te da amigos viscerales. No es casualidad que a mis dos mejores amigas las haya conocido en el dojo: porque me han visto reír y llorar y luchar y volver por más. Porque con el tiempo se vuelve una necesidad y una felicidad loca de saber que, sin importar qué tan bien o tan mal te vaya durante el día, en algún momento va a llegar la hora en que vayas al dojo. Y eso te hace sonreír. Eso te da una luz y un calor que se siente por dentro.
Por qué practicar AIKIDO? Porque muchas personas como yo están buscando un cambio, pero no un cambio de ir al gimnasio cual golondrina en primavera para volver a la rutina una vez que termine el verano. Hay personas que como yo buscan encontrarse consigo  y con otros en un lugar sincero, crudo, directo, donde cada día hay nuevos desafíos y donde uno sabe cómo entra en el tatami, pero nunca sabe cómo sale: porque tiene una energía que te transforma. Es un camino, una forma de vida que se elige. Y vas encontrando tus Maestros en ese camino. Porque cuando uno está alineado de determinada manera y enfoca su deseo en una acción concreta, las personas adecuadas aparecen. No tengo dudas sobre eso.
Y si apenas en estos primeros dos años me pasaron todas estas cosas, no me queda más que estar agradecida y esperar con alegría y entusiasmo todo lo que está por venir (para la vida de un Aikidoka, los dos años serían esa etapa en que los bebés dejan los pañales y aprenden a caminar... una época complicada, digamos, pero muy interesante, porque cada paso nuevo nos acerca un poco más a la grandeza de ese mundo desconocido que recién empezamos a descubrir.)
Practicar AIKIDO es descubrir un mundo nuevo y aprender a transitarlo. Es aprender a aprender. Y es encontrar a aquellos que nos llevan a ser alguien que jamás hubiéramos imaginado. Ojalá compartamos tatami alguna vez. Gracias.

21 de septiembre de 2013

sábado, 16 de febrero de 2013

Palabras como Catedrales


Una palabra, no dice nada. Pero cientos, miles de palabras ordenadas en ejércitos por millones, construyen fabulosas catedrales como bibliotecas. Una mirada, no dice nada. Pero cientos de miles de miradas crean un mundo: ese mundo que veo no es el que “es”, sino el que mis ojos capturan por fragmentos, instantes imperfectos que se derrochan y desgranan en la pendiente inevitable del tiempo, y luego caen y mueren. Y ¿quién soy yo? Yo soy el témpano de fuego que habita debajo de cada negativa, de cada amor no correspondido por no intentado. Yo soy la sombra que vaga por las calles buscando libros viejos, soy la rendija de luz que se cuela por debajo de la puerta en las mañanas polvorientas y soleadas de la niñez idealizada. Soy la niña que pregunta insistentemente a la mujer que la habita adónde vamos y ella no sabe qué responder. Soy la duda y la búsqueda constante, el desenfreno, la locura, la mesura recatada, el relámpago que no avisa, la tortilla que se quema en la cocina, las pantuflas, el olor a especias y a cebolla frita, la masa que leva y descansa, la vida, el ángel de la muerte y el adiós. Una palabra. 

jueves, 31 de enero de 2013

EDIFICIO 207


En el edificio 207 todo lo hacen a la vista de todos. Las paredes son transparentes de una visibilidad del % 100 y cada actividad queda a la vista de los ojos de los demás. La gente, entonces, tomó por costumbre el fingir indiferencia y mostrar naturalidad ante tal situación: los más viejos, toman mate mientras observan por las múltiples ventanas que forman su casa el quehacer de sus vecinos: el ama de casa que ordena los juguetes de los chicos, el marido que arregla el inodoro tapado; la parejita del 5º que, recién casados, se pasan el día entero en la cama. Los más jóvenes se miran de reojo y compiten en silencio, ellas, a ver quién tiene mejor cuerpo y mejores vestidos; ellos, a ver quién tiene mejores minas y mejor rendimiento. Los niños pequeños dibujan flores y soles con largos rayos en las paredes, mientras el perro de al lado da lengüetazos a las manos pegajosas con galletitas y crayones de los pequeños artistas.
Así anduvo la cosa durante algún tiempo, pero, el 14 de julio a las 8 am, llegó un camión de mudanzas con la familia Cuervo arriba. Ellos saludaron muy amablemente y subieron con sus cosas por la escalera hasta el primer piso, mientras veían a todos sus vecinos en sus tareas cotidianas que, al notarlos nuevos, los miraron con vivo interés. ¿Cómo sería esta nueva familia? ¿Qué costumbres tendría esta gente? Nunca lo iban a saber. El señor Epifanio Cuervo era pintor, y lo primero que hizo al llegar y dejar las cajas con la mudanza, fue sacar su mejor rodillo de su caja de herramientas y pintar de blanco mate las cuatro paredes del baño. Él no pensaba sentarse a leer en el trono con ojos indiscretos que lo observaran por todas partes. Luego siguió con el resto de las paredes de la casa, hasta que al fin, todas estuvieron cubiertas.
La decisión del Sr. Cuervo causó gran revuelo en el edificio: ¿cómo podía ser? ¿Quién se creía este señor? Quejas que al principio fueron susurros malintencionados y luego se expresaron a viva voz. La horda de vecinas en pantuflas fue a quejarse con el encargado: “¡Sabemos que está ahí! ¡No le baje el volumen al televisor que lo estamos viendo!”. Él, resignado, abrió la puerta despacio y escuchó con paciencia lo que las vecinas venían a decir. Una vez que hicieron su descargo, él respondió: “No se puede hacer nada”- a lo que siguió un gran griterío indignado que se fue apaciguando de a poco: “No se puede hacer nada”- repitió –“el Sr. Cuervo es dueño de su casa y puede hacer lo que quiera.”- acto seguido les cerró la puerta en las narices y volvió a su sillón favorito a mirar el partido de fútbol. Las vecinas enfurecidas ante la indiferencia del encargado, desempolvaron el antiguo “Contrato de Convivencia Edilicia” que regía las normas del edificio desde la época de los barcos a vapor y, hojeándolo, se dieron cuenta de que, en efecto, no podían hacer nada: cada propietario era libre de hacer lo que le viniera en gana (no había ninguna cláusula o excepción con pintar las paredes) así que lo dejaron de nuevo en el cajón y volvieron a sus quehaceres.
De noche y de día, la blanca habitación iluminada era un faro que atraía todas las miradas: sin importar lo que estuvieran haciendo, todos los vecinos dirigían sus ojos hacia el departamento del 5º, a ver si divisaban una sombra o algo que contar.
La revolución empezó cuando la señora Céspedes, del 6º, encontró que sería muy agradable colgar su alfombra persa en la pared como un tapiz y de paso no tener que verle la cara a su vecina Rosita, con quien se había peleado a muerte el día anterior por el vuelto exacto de un cuarto de cuernitos de grasa. A ella la siguieron los chicos del 4º B, que pegaron toda su colección de figuritas en la pared de su habitación; y la del 9º, que alineó sus macetas de forma que cubrieran la medianera con los Hernández, y ellos contraatacaron colgando la ropa para secar en un barral de cortina y terminaron de tapar aquellas zonas que las plantas no cubrían.       
El encargado vio todos los cambios recientes, se encogió de hombros y volvió a su sillón azul.
Con el tiempo, lo que antes eran sutiles detalles disimulados, se convirtió en pintura pura y dura, y cada uno coloreó su casa como quiso y quedó protegido de los ojos de los demás. Faltaba luz, porque al ser construido como un edificio transparente carecía de ventanas, pero trataron de adaptarse como pudieron.
Una mañana volvió el camión de la mudanza: por razones de trabajo, los Cuervo se mudaban al otro lado de la ciudad. Cuando acabaron de cargar todas las cajas en el camión, el Sr. Epifanio limpió con solvente todas las paredes que había pintado y dejó su casa en el perfecto estado transparente original. Parecía una perla que brillaba en medio de un mar de afiches, cortinas, tapices y paredes a medio empapelar. Cuando el camión se fue, los vecinos comenzaron a mirar con nostalgia aquellas paredes impolutas y al compararlas con las nuevas, las suyas les parecían horrendas y grotescas. Fue así que empezaron el laborioso trabajo de quitar el papel adhesivo, las cortinas, la pintura y las figuritas de las paredes, probaron con agua, después con solvente y por último con alcohol: batallaron horas pero lograron volver las paredes de cada cuarto a su preciosa transparencia inicial. Pensaron que todo volvería a la normalidad, a foja cero, pero se equivocaron, porque habían sustituido las delicias de la privacidad por la visión general: ya no podían ir al baño sabiéndose observados; aquellos que habían descubierto los placeres del sexo salvaje, volvieron a su normal hándicap de jueves por la noche; las jóvenes que habían improvisado conciertos cantando a todo pulmón con el cepillo de micrófono, volvieron a compararse los vestidos y la celulitis con las demás; y si bien nadie lo dijo en voz alta, todos sintieron que habían perdido algo.
Fue así que llegó la primera mudanza, y la segunda, y la tercera; poco a poco la gente iba abandonando el barco, con las promesas interiores de paredes mejores.
Hoy, el edificio transparente todavía existe: está vacío, abandonado en un terreno baldío con el alambrado roto y los niños que llegan hasta allí montados en sus bicicletas, matan las tardes tirándole piedras. 

miércoles, 30 de enero de 2013

Cuento de Ida y Vuelta



El día en que Pedro Modesto iba a conocer a la mujer de su vida, llegó tarde. Se demoró con los mates de la mañana, caminó mansamente hacia su taller y quiso la Providencia que Carmen Austegui pasara por su cuadra dos minutos y cuarenta y cinco segundos antes de que Pedro la viera, doblando la esquina hacia el Puente Alsina y desapareciendo para siempre.  La que apareció en su lugar fue Mirta, la prima de la modista de la calle Vidt, la que le había hecho el vestido de quince a Carmen y a todas las del barrio, y Pedro, al verla, pensó que era ella. Ese día auguraba grandes cambios, y Mirta, morena, menudita, vio en aquél hombre afable de sonrisa fácil y ojos bonachones, no a su príncipe azul, pero sí a un compañero con quien comer una ensalada de frutas una tarde de verano y ver pasar las horas deformadas por el calor, el asfalto y los perros echados. La gran ciudad era la madre huérfana de todos y era fácil perderse en los ojos ajenos, era fácil doblar una esquina y ser otros. Mirta fue Carmen para Pedro porque él no supo notar la diferencia. Pero el día que la acompañó a la prueba del vestido de novia, en el largo y fresco pasillo de la modista, observó a una joven de quince años que lo miraba desde una fotografía ajada y le recordaba a alguien, pero no sabía a quien. Esa noche, desandando el camino de regreso, se sintió estafado, y no encontró la razón; y al acostarse, tuvo ganas de llorar, pero no supo bien porqué.
El día en que Carmen Austegui iba a conocer al hombre de su vida, pasó antes. Apurada como iba, en vez de demorarse con el café con leche matutino y el alimento de los gatos que reclamaban puntualmente su desayuno a fuerza de refregarse en sus tobillos, dejó preparada hasta la ropa para planchar la noche anterior y salió de su casa dos minutos y cuarenta y cinco segundos antes de lo habitual, llegando a doblar la esquina justo cuando pasaba el 158 que iba a Pompeya, desapareciendo de la vida de Pedro Modesto aún antes de materializarse. Dejó una bruma, una estela, algo no dicho, porque ese día esperaba grandes augurios y estaba ansiosa por conocerlos. Carmen no se encontró con Pedro, sino que lo confundió con José Manuel Corvalán, el policía que vigilaba la sucursal del Banco Provincia de Avenida Saenz. Carmen al verlo pensó que era Pedro, y José Manuel, alucinado por aquella mujer de ojos grandes y vivaces, sonrisa fácil y cuerpo generoso, se dejó acompañar mientras duró la espera del colectivo, ella charlaba y charlaba, él siempre había sido más bien callado y le gustaba oírla, tanto, que, cuando el colectivo se la llevó camino a Congreso, aquél silencio que quedó en el aire se tiñó de ausencia.    
José Manuel fue Pedro para Carmen porque ella no supo notar la diferencia. Pero el día que lo acompañó a arreglar el patrullero al taller mecánico, desde el foso, salió una cara engrasada que le resultó familiar, y el corazón le dio un vuelco. Lo achacó a un golpe de calor y salió a la vereda a tomar fresco. Aquél hombre le recordaba a alguien, y no sabía a quién. Esa noche, cepillándose el pelo, en camisón junto a la cama, se sintió estafada, y no encontró la razón; y al apagar la luz, tuvo ganas de llorar, pero no supo bien porqué.
Mirta Rodríguez siempre estuvo enamorada del cabo José Manuel Corvalán, desde que bailaron juntos aquella vez, en el carnaval del Club Avellaneda. José Manuel, esa noche, no se le animó a declararse y después, quiso el destino que fueran encontrados por otros: ansiosos o impuntuales, que los hicieron suyos, sin saber, que así, los tornaban impostores. 

martes, 29 de enero de 2013


CUENTO: EL AMOR

“Amor es lo que te hace sonreír cuando estás cansado”, dijo un niño. Un filósofo acotará que es “un desbordamiento hacia algo ilimitado” y Borges, dará su personalísimo punto de vista al agregar que te das cuenta de que estás enamorado cuando esa persona se convierte en única. Y entre esta sonrisa que nace del cansancio, este desbordamiento sin límites y la particularidad de una-sola-persona que da sentido al Universo, hay un detalle… que tienen que amarte de regreso.
El Negro Dolina decía que las mejores historias de amor son las que nunca se concretan (será por eso que tantos escritores desgranaron durante siglos hojas y hojas plagadas de desencuentros). Pero el Negro en su sabiduría urbana y melancólica también dice que el hecho de que vos ames a alguien y  que esa persona te ame a vos, se encuentren y se elijan entre los miles de millones de almas perdidas que existen… bueno, eso cobra la categoría de Milagro. Pero hay que estar atentos, y no distraerse, porque hay personas que son puentes, que nos sacan del horrendo abismo donde vivimos y nos llevan a costas seguras. Y hay que estar abiertos, porque los milagros suceden todo el tiempo, pero a veces no los sabemos ver. Sábato dice que las personas que han estado solas durante mucho tiempo son las que más amor tienen para dar, justamente por haber padecido largos años de ausencia; y domingos calcados, fotográficos, de un teléfono que no suena; y la cena, para uno, frente al televisor. Y un día, aparece el Amor, que nada tiene que ver con las películas empalagosas del cine, ni con las novelas románticas ni con el sexo ni con los gritos… y tiene que ver con todo eso junto. Porque en el amor se disfruta, se pelea, se goza, se grita, se aprende, se dan abrazos y se dan portazos, se habla, se calla, y es AMOR, porque no se parece a ninguna otra cosa. Porque amar duele. Y, como diría la Madre Teresa, si duele, es buena señal. Porque “antes de que todas las cosas malas aparecieran, estaba el amor”, como dijo otro niño. Porque los niños saben que cuando alguien te ama, tu nombre suena distinto en su boca, está seguro allí, te define, te da forma, y crea ese espacio infinito, íntimo, que se cierra entre dos cuando se abre lo mejor de cada uno y se entregan, se muestran como son, y se convierten en el espejo y en el reflejo del amor del otro. Es poder decir: “Yo estuve viva, fui joven, fui feliz, y alguien me amó lo suficiente como para darme un mundo”. Eso, es un Milagro.