Historias en el Aire
sábado, 18 de junio de 2016
Aprovechá a tu viejo mientras lo tenés
Aprovechá a tu viejo mientras lo tenés. Durante el tiempo que estén juntos, aprovechalo, abrazalo, decile que lo querés y metete en el culo esa moda nueva de no demostrar sentimientos, de sonreír solo para la selfie. Decile que lo querés y miralo a los ojos sabiendo que ese tipo que tenés adelante hizo lo que pudo, consigo mismo y con vos, sabiendo que los padres nos aman pero que también se equivocan y que a veces pasamos demasiado tiempo quejándonos de lo mal que nos criaron, tiempo que podríamos usar para conocerlos de otra forma, para sentarnos a tomar unos mates y, charla mediante, descubrir algo nuevo de aquél tipo del que pensabas saberlo todo. Aprovechalo a tu viejo porque el tiempo pasa rápido, es corto y después lo único que te quedan son recuerdos. Son las ganas de agarrarlo y apretarlo y ya no está. Así que aprovechalo ahora y no te creas esa mierda de las doce cuotas de Mercadolibre para ser mejor hijo. Porque no digo que los regalos no sean lindos, pero deberían ser secundarios. Porque después se convierten en cosas sin pilas tiradas en los rincones. Y aunque sea un llamado, una carta, lo que sea, le puede alegrar a tu viejo el día mucho más que una porquería comprada sin interés porque “hay que cumplir”. Metete el orgullo en el culo y decile a tu viejo que lo querés, que es importante para vos, porque un día (y ese día llega antes de lo que vos pensás) ese tipo que parecía estar siempre ahí ya no está más. Ese tipo que te enseñó a caminar es el mismo al que vos ahora acompañás para que camine, porque se apoya en tu cuerpo, y creo que eso resume la vida.
domingo, 28 de diciembre de 2014
Ulises
Ulises
Nuestro héroe estaba jodido,
y él lo sabía. Hasta los dioses se lo dijeron continuamente, todo a lo largo
del camino. Y él sabía que estaba jodido, pero, ¿qué más podía hacer? A veces
la única opción es seguir avanzando. Huir hacia adelante. Continuar. Seguir
camino aunque las profecías de los dioses se vayan cumpliendo y vos no quieras
ni imaginar los horrores venideros, porque ya están ahí, esperando, entonces,
¿con qué fin invocarlos antes de tiempo?
Nuestro héroe estaba jodido.
Y lo sabía. Pero seguía avanzando. Tal vez por uso del libre albedrío. Tal vez
porque las cartas ya estaban echadas y el destino se jugó así. Lo cierto es,
que ya sea por elección o fatales presagios, nuestro héroe seguía avanzando.
Decimos “héroe” a su pesar, porque él no se llamaría a sí mismo de esa manera; es como
un anciano, aunque no tenga arrugas que surquen su cara: las lleva por dentro. Avanza
hacia su destino y sufre, pero sigue adelante: por ceguera, por devoción o por
estúpida terquedad. Pero avanza, en silencio. Idea planes astutos y estrategias
para permanecer con vida: no sabe porqué, pero eso parece lo único importante.
Seguir avanzando, permanecer con vida. Y caen los golpes sobre él, como una
espada que al ser moldeada en la fragua
soporta el calor del fuego y los mazazos una y otra vez, una y otra... y otra
vez. Hasta que los bordes irregulares del metal absurdo se suavizan y cobran
forma, cobran sentido, y luego, viene el proceso de enfriamiento, donde el
metal de nuestro héroe adquiere su carácter y se prepara, se concentra, queda
listo para la siguiente batalla.
Cuando estalle la guerra,
nuestro “héroe-espada” podrá probar su filo y entrará sin piedad en los cuerpos
de los hombres y saldrá con su filo brillante bañado en sangre pero
rejuvenecido, con el calor de la contienda que alimenta el alma y sabiendo que
logró sobrevivir a la batalla. Y volverá a descansar, a su rincón oscuro hasta
la próxima vez.
Lo importante es mantenerse
con vida, hasta la próxima vez. Lo importante es mantenerse con vida. Hasta la
próxima vez. Y nuestro héroe está jodido, y lo sabe. Pero a veces ése es un
estado de vida. Y uno se adapta. Siempre se adapta. Porque los leones se
descubren en la leonera. Porque aún a pesar de los vaticinios de los dioses, a
veces, la única opción que queda, es avanzar.
viernes, 20 de junio de 2014
Tres Años en AIKIDO
Ayer
cumplí tres años de la primera vez que me subí a un tatami. Son tantas las
cosas que ocurrieron en este tiempo, que es difícil saber por dónde empezar.
Quizás podría empezar por lo que estaba y ya no está. O por el cambio que esta
práctica generó en mí de un modo profundo al punto de cambiar de trabajo, de
necesitar purificar una vida que me estaba agobiando. O por la oportunidad de
empezar a enseñarle este hermoso arte a los niños, algo que nunca pensé que
podría hacer, y hoy es una de las cosas que más disfruto, que más me
enriquecen, y que espero con más entusiasmo. De entrada nomás te dás cuenta de
que todas las ideas románticas que tenías en la cabeza sobre lo que serían las
clases de niños, se te van al diablo el primer día en que participás como asistente
asustado y también alucinado por ese CAOS, pero con el tiempo vas encontrando
tu lugar y se transforma en un Caos Hermoso. Porque lo mejor de los chicos es
que todo les entusiasma y se enganchan en todo lo que les propongas, son
potencial puro, pura energía. También es una responsabilidad enorme, porque al
primer peque al que tuve que explicarle una técnica en mi vida fue a Bruno, que
tenía ése día su primer clase y los dos nos estrenábamos, él con sus 5 años y
yo con mis 32, los dos nos mirábamos y yo no sabía qué hacer con ese cuerpo
menudito, frágil, como tener un pajarito entre las manos... Pero con el tiempo
lo ví madurar y crecer en la práctica y así como los vi evolucionar a todos,
por eso los exámenes son tan emocionantes, porque ves cuánto han avanzado y te
das cuenta de que en el fondo te están escuchando (o ven lo que les mostrás)
porque lo hacen muy bien (y algunos lo sacan mejor que los grandes incluso...).
Supongo que es parecido a lo que les pasa a nuestros Senseis con nosotros, que
empezamos siendo unos Australopithecus y de a poco a los mazazos limpios nos
vamos convirtiendo en casi personas, en animales marciales.
Los
niños me cambiaron la práctica y la forma de ver el AIKIDO en general, creo que
el hecho de practicar con los chicos y tener la oportunidad de enseñar y
aprender juntos marcó un antes y un después en mi camino.
Por
otro lado, antes estaba mi papá. Y este año se murió mi viejo, después de un
último año en el que tuvo que pasar por tres internaciones y eso fue por lejos lo
más difícil a lo que me tuve que enfrentar. Entonces, volver a entrenar fue una
necesidad y una terapia, algo que me enfrenta conmigo y con mi bronca, con mi
tristeza, y muchas veces me obligaba a ir e iba llorando en el colectivo, pero
el sólo hecho de entrar al vestuario y ponerme el equipo y atarme el cinturón
me hacía sentir más fuerte, más centrada, más en mí misma. Porque cuando todo
lo que te rodea se cae a pedazos, a veces ese mínimo gesto de ir y enfrentarse
al tatami y agradecer lo que está por venir, (sea lo que sea), sólo el
agradecer lo que va a ocurrir en la clase te coloca en otro lugar interior, te
serena. Y claro, después te vas y volvés al motín interno y todo se dispara de
nuevo, pero al menos durante una hora al día pudiste concentrarte en respirar,
y convencerte una, dos, treinta veces de que te levantes del tatami, como si te
susurraras “...Dale, una más, levantate de nuevo.” Porque esa es la Vida, y nos
tira a todos, pero depende de cada uno levantarse o no, y encontrar los motivos.
Y
encontrar los Amigos también, porque cuando todo eso ocurrió, mi familia
marcial me abrazó en una contención gigante y conmovedora, algunos con palabras
de afecto y de comprensión sincera; otros dándome unas palizas furiosas (cada
uno a su manera) pero todas son terapias que funcionan. Tanto así, que tres
semanas después de ver a mi viejo por última vez, rendí el examen de 2º Kyu, y
si bien en un momento pensé en no hacerlo, en pasarlo para más adelante; por
otro lado, pensé que sería como tirar la toalla, y si mi viejo me enseñó una
cosa fue a luchar, a levantarse del tatami, pase lo que pase.
Por
todo eso estoy infinitamente agradecida por estos tres años y por esta vida,
este camino compartido, estas palizas furiosas que te van drenando el dolor,
estas risas y estas ganas de llorar y la necesidad en la piel de seguir
practicando, de seguir avanzando, seguir aprendiendo y enseñando y jugando y
viviendo.
Nada
más. Nada menos. Domo Arigato Gozaimashita.
martes, 15 de abril de 2014
El Gato
El
gato dormía. Despatarrado en el sillón soñaba, y movía la pata
trasera como espantando algo, en un movimiento mecánico e
insistente. Soñaba con las palabras que escuchaba y les daba nuevos
significados. Y es que soñaba que no era un gato, sino que era un
humano y hablaba con otro humano sobre algo parecido al derecho
familiar, y no entendía lo que le decían, pero asentía una y otra
vez, para dar tranquilidad a su interlocutor. Porque él sabía que
estaba hablando con otro gato, pero era otro gato disfrazado, porque
no era gato, sino humano de traje camuflado, o más bien era gato
pero aparentaba que era un humano. Como sea, aparentaba también
saber mucho y nuestro gato se aburría horriblemente con toda esa
palabrería, pero no tenía más remedio que aguantar, porque era
así, era eso lo que había que tragar cuando uno era humano y tenía
responsabilidades... de pronto le dio frío y el gato se despertó en
el sillón blanco, entreabrió un poco los ojos y estiró pesadamente
sus patas delanteras, para hacer sonar su columna vertebral,
y después, se enroscó de nuevo en su postura habitual. Echó una
mirada a la gata que tenía durmiendo al lado, y notó que también
ella soñaba, pero no movía ni un músculo: ella en cambio, maullaba
entre dientes, como si conversara con alguien. He aquí la dualidad
del mundo: los humanos no existen como tales, son gatos que están
soñando. Los humanos son las pesadillas de los gatos... y eso es
todo lo que hay. Cuando vea a un gato, él creerá que es un humano
lo que usted tiene ante sus ojos. Y cuando vea a un humano, sepa que
sólo está contemplando a un gato que sueña.
lunes, 10 de febrero de 2014
LA FÁBRICA DE CARNE
I
Había
aserrín en el piso.
-¡Pierrot!
¿Dónde estás?-
-Acá
atrás.-
Maltés
avanzó entre el desorden. La sierra se oía en el fondo. Había un olor
espantoso.
-¿Qué estás
haciendo?-
Detrás de
la máscara de polvo y sudor, estaba Pierrot. Lo miraba alucinado. Sonreía.
-Por fin
está lista.-
-¿Qué es?-
Pierrot dio
la vuelta y se acercó con un plato en sus manos. En el plato había un lingote
humeante de constitución dudosa. Le alargó el tenedor a Maltés.
-Quiero que
lo pruebes.-
-Pero...
¿qué es?–
-¡Mi invento!-
Maltés
dudó. Pierrot hizo silencio. Esperaron. Una mosca zumbó cerca de ellos. Maltés
tomó el tenedor y masticó un pedazo de aquél lingote. Escupió.
-¡Esto es
asqueroso!-
-¡Qué va a
ser asqueroso! ¡Esto va a cambiar el mundo, idiota!-
II
Era de día.
Pierrot estaba en su escritorio. Le picaba la cara recién afeitada y la corbata
le molestaba, pero era el gran día y el hábito hace al monje.
La Comisión
Directiva de Recursos Forestales se reunía a las 9 AM. Él estaba preparado para
su ascenso.
Avanzó por
el pasillo y saludó a Lucy, su secretaria, que le sonrió emocionada. No tenía
un gran intelecto, pero era buena chica.
En el
ascensor se acomodó el saco. Golpeó la puerta del directorio y carraspeó un
poco antes de entrar.
Todos los
viejos carcamales estaban en la mesa semicircular. Saludó y bebió un poco de
agua antes de la presentación.
-A todos
nos preocupan los estragos que el hambre causa en el mundo, ¿verdad?-
Silencio.
-Bueno, el
día de hoy les voy a presentar el invento que va a acabar con el hambre, la
desnutrición y la pobreza para siempre. Luego de años de investigación pude
desarrollar mi más preciado y novedoso anhelo: La Fábrica de Bifes.- dijo y
luego hizo un silencio teatral.
Uno de los
viejos tosió. Silencio. Pierrot continuó, con la primera diapositiva.
-Este es el
prototipo de la máquina que puede cambiar el mundo. Como verán, está construida
íntegramente de acero inoxidable y tiene la capacidad de producir entre 350 y
400 bifes por hora, con un mínimo nivel de ruido y un muy bajo costo.-
Uno de los
viejos se acomodó su repugnante peluquín y preguntó:
-Pero, ¿con
qué fabrica la “carne”?-
Pierrot
sonrió porque esperaba esa pregunta.
-Bueno, mi
querido Vicepresidente, ésa es la parte novedosa: cada bife está compuesto en
un % 70 por madera, más otro % 20 de cáscaras de nuez, carozos de aceitunas y
un % 10 restante de aserrín y derivados químicos.-
-¿Y eso es
legal?-
-No sólo es
legal, comestible y delicioso, sino, que puedo asegurarle que la fórmula que
ideé mantiene las mismas propiedades de proteínas que un bife de carne
auténtico. Pero en este caso, hecho con tablones.-
-Disculpe,
usted está loco- dijo otro anciano.
-¡En
absoluto, señor Presidente! Me extraña que un hombre tan visionario como usted,
no alcance a ver aún las posibilidades que este producto tendría para el mundo
hambriento: cientos de miles de estas máquinas produciendo bifes con tablones,
¡tan nutritivos como el mejor churrasco de cualquier vaca! Sería más higiénico,
mucho más barato y nos dejarían en paz las asociaciones protectoras de
animales.-
-¿Y las de
vegetales?... Además, ¿de dónde va a sacar la materia prima?-
-A eso
quería llegar. Nosotros, como Ministerio de Espacios Verdes y Recursos
Forestales, no tendríamos mayor problema en conseguir la autorización del
Congreso Nacional para la producción de estos prodigios. Y si la cosa se pone
fea con los ambientalistas opositores, podemos traer madera del Matto Grosso o
del Amazonas, cualquier región en Sudamérica tiene demasiadas selvas, allá
además abunda la mano de obra barata, por no hablar de los políticos abiertos a
las transacciones comerciales. Imaginen el impacto que eso tendría en el mundo.
¡Seríamos archifamosos e inmensamente ricos! Aunque por supuesto la mayor riqueza
sea ayudar al prójimo, claro está.-
-¿Y cómo
funciona la máquina?-
-Disculpe,
eso es un secreto. Pero les puedo hacer una demostración, si gustan.-
-Bueno,
Pierrot. Hagamos esto: traiga la máquina a la Exposición Anual de Emprendedores
del sábado, ahí van a estar los inversionistas que pueden dar vida a su
proyecto. Si ellos están de acuerdo, lo volvemos a discutir. ¿Le parece?- dijo
el Presidente y su mirada fue inapelable.
-Perfecto,
señor Presidente. Muchas gracias Comité. Hasta el sábado, si Dios quiere.-
III
Era de
noche. Pierrot esperaba en el restaurante Rizzo´s. Llegó Maltés.
-¿Y? ¿Cómo
te fue en la exposición?-
-No me
hablés. No firmó ni uno por mi propuesta. Presenté la máquina, la hice
funcionar, contraté una promotora exuberante para que corte y reparta el bife
de madera con escarbadientes adornados con nuestra bandera, puse de fondo La
Marsellesa, y nada. Los que no lo escupieron en la servilleta, se lo tragaron
con rigor por orgullo o vergüenza. Estoy devastado. Este país no está preparado
para el progreso.-
-Ya se van
a poner a tu nivel Pierrot, dales tiempo.-
Llegó el
mozo.
-¿Los
señores van a ordenar?-
-Sí, yo
quiero una hamburguesa con queso.- dijo Maltés.
-Y yo un
bife con papas fritas.- dijo Pierrot.
LA JAULA
Ibrahim fumaba. Otros hombres
trabajan, aman, entrenan o juegan póker por Internet.
Pero Ibrahim fumaba. Cada vez
que apagaba un cigarrillo en el atiborrado cenicero, sentía un vacío, una
pérdida espectral, una pequeña muerte en ese espíritu de humo que se
desvanecía. Y en ese intervalo, Ibrahim se sentía débil y vulnerable, como un
borracho que, en sobriedad, vuelve a sentir el golpe de sus temores y el dolor
de la vida. Y abre una nueva botella de anestesia emocional. De la misma forma,
Ibrahim fumaba, todo el día, toda la noche. Dormía poco. Pasaba largas horas
mirando las luces que entraban por la persiana, oyendo el tránsito de la calle,
las voces de los transeúntes y matando algún mosquito que zumbara en la
oscuridad.
Un día, no quiso más. Quizás,
persuadido por las súplicas de su mujer y sus hijos, o por su tos perruna por
la mañana, o por la posibilidad de entrar en “El club del infarto” antes de los
50, o por la imagen lamentable que le devolvía el espejo a sus 42 años... la
cuestión, es que quería dejarlo. Trató de hacerlo por su cuenta, pero falló. No
se dejan tres atados diarios así como así. No señor, convivir con semejante
cantidad de humo no se disipaba de un día para el otro. Probó con grupos
terapéuticos, con parches y chicles de nicotina, con clínicas de purificación,
acupuntura, terapias alternativas, flores de Bach y otra media docena de
métodos que no le sirvieron para nada.
Al contrario, la ansiedad que
estos frecuentes fracasos le provocaba, le hacía fumar más que antes, odiándose
por ello.
Una noche de insomnio,
agotado, mortificado, se levantó de la cama y salió de la casa. Fue al galpón
del fondo, donde tenía un pequeño taller de carpintería, y estuvo allí
trabajando toda la noche.
A la mañana siguiente, su
esposa se extrañó de no verlo en la cama. Se levantó a hacer el café y vio la
luz prendida del taller de su esposo, que se veía de la ventana de la cocina.
Al rato vio entrar lo que a
ella le pareció un espantapájaros, o un astronauta deforme y ahogó un grito de
terror. Pero Ibrahim le hizo señas para que se calmara: era él, y ya sabía cómo
solucionar el problema de su adicción para siempre. Se había puesto una jaula
en la cabeza. Era una jaula con estructura de madera y pequeños barrotes de
metal, cuadrada, como las que en los patios antiguos albergaban a los canarios.
Pero a ésta, él la había adaptado: había adherido un alambrado pequeño y
cerrado en la parte interna y el único lugar abierto era una pequeña puerta con
candado. Ibrahim se acercó a su mujer y trató de calmarla, la abrazó procurando
no golpearla con la jaula en la cara. Ella se fue tranquilizando poco a poco y
él le explicó que era la única manera en la que podría dejar de una vez ese
espantoso vicio. Ibrahim le dio un juego de llaves del candado para ella y otro
a sus hijos cuando volvieron del colegio: al verlo, su hija se echó a llorar y
a su hijo mayor le entró tal ataque de risa que le saltaron las lágrimas.
Y de esa forma, empezó el
tratamiento.
Al principio, la jaula
presentaba algunos inconvenientes: durante el baño, el shampoo le resbalaba por
la cara y no podía restregarse los ojos. A la hora de comer, su esposa abría el
pequeño candado (Ibrahim le había hecho jurar que jamás le daría la llave) y
con cuidado le introducía el tenedor para poder masticar el alimento; para
cerrar el candado inmediatamente después de comer, ya que la punzada de dolor
por “necesitar” un cigarrillo, era más intensa que nunca después del almuerzo.
Imposible afeitarse. Imposible dar un beso. Las relaciones maritales habían
pasado de escasas a nulas (ninguna esposa, por amorosa que fuese, querría
intimar con un espantapájaros). La “Terapia de la Jaula”, como Ibrahim la
llamaba, presentaba algunos inconvenientes, sí, pero estaba funcionando. El
“Método Ibrahim” funcionaba, pensaba en las noches de insomnio. Ahora, en vez
de quedarse inmóvil en la oscuridad, salía al patio y caminaba toda la noche
por el parque, con el pasto mojado por el rocío, sus pies descalzos iban y
venían haciendo un “fru, fru, fru, fru...” que susurraba en la noche junto con
el sonido de bichos desconocidos. Seguía trabajando durante el día en su
carpintería y su hijo mayor se encargaba de entregar los pedidos. Y así fueron
las cosas durante un tiempo.
La necesidad de fumar fue
cediendo. Y un día, cuatro meses después de ponérsela en su taller, Ibrahim
estuvo en condiciones de quitarse la jaula. Ya tenía suficiente confianza en sí
mismo y la extracción de la jaula cobró honores de triunfo en el ambiente
familiar. Ibrahim se afeitó, reencontrándose con su cara pálida y serena
después de mucho tiempo. Se cortó el pelo, se aseó y se vistió con una camisa blanca,
impecable, hasta se puso colonia. Parecía un hombre nuevo.
Sin embargo, un susurro
intermitente lo agitaba la primera noche. Lo intentó, pero Ibrahim no pudo
dormir. Se había adormilado luego de hacer el amor con su esposa, con la
antigua pasión de sus primeros años. Pero un murmullo le recorría la espalda
como un eco y lo hacía revolverse entre las sábanas. Se levantó en plena noche
y salió de la casa.
Por la mañana su esposa se
extrañó de no verlo al otro lado de la cama. Se levantó a hacer el café y miró
hacia el taller. Pero la luz del galpón estaba apagada. Sin embargo, en el
parque, a lo lejos, sentado sobre una piedra, estaba Ibrahim. Ella se acercó
avanzando por el pasto húmedo con una taza de café en las manos y llegó hasta
donde estaba su marido: Ibrahim miraba hacia adelante con expresión vacía,
estaba cubierto de rocío y parecía más cansado que nunca en la vida. Tenía la
jaula puesta en la cabeza y por la abertura de la boca fumaba un cigarrillo
invisible.
domingo, 10 de noviembre de 2013
El Dios de Microcentro
Lejano a lo que se piensa,
la gente que trabaja en las oficinas del tan mentado Microcentro es gente casi
normal. Distante de esa imagen fría y despiadada que se transmite por
televisión, donde en sus minúsculas calles todos son salvajes fagocitándose
entre sí y a quien se demore un poco se lo llevan puesto (aunque en parte es
cierto, pero es para mantener el equilibrio psicópata que maneja las finanzas
del lugar, señora), los empleados bancarios, las administrativas, los gerentes, los
cadetes y hasta los pibes que te traen el sánguche o la triste ensaladita al
mediodía, son casi personas. Tienen sus casas, sus autos (o su tarjeta SUBE), y
seguramente alguien que los espera en su casa, ya sea esposas, hijos, perros,
gatos o Playstation 3. Hablan, ríen, comen, toman café o mate, según el gusto
de cada uno. Son casi seres humanos, digamos. Personas, sí.
Hay una sola cosa que los
transforma en seres deplorables, que modifica el rumbo de los negocios y las
agendas del día... es una energía que podríamos denominar demoníaca debido a
los efectos alucinógenos que produce en quienes padecen su abstinencia: en este
apartado la palabra "energía" está puesta adrede; porque lo que guía
el rumbo de los seres nefastos y angélicos de Microcentro es precisamente eso:
el Dios de la Electricidad. Sin esta cosa tan básica, todo se convierte en un
verdadero Caos. Las computadoras y sus prístinos teclados se apagan de un
momento a otro, sin dar tiempo a guardar esa planilla tan importante en la que
el desgraciado de turno venía trabajando toda la mañana. Los ascensores no
funcionan, así que el que no haya traído comida o se sienta tentado a comprar
un mísero paquete de galletitas de agua va a tener que bajar (y volver a subir)
los seis pisos por escalera en la semi penumbra (cuando no en la oscuridad
total); los teléfonos celulares no tienen ni una teta de donde mamar la bendita
ánima que los motiva y que les lleva tanta información y alegría a sus dueños,
quienes rogarán con sudor frío que las dos liñitas que le quedan de batería
sean suficientes hasta el final del día (o al menos que no se agoten antes de
que los ineptos de la compañía eléctrica decidan dejar de tomar mate y ponerse
a trabajar de una vez). Todo se muere, todo se descalabra sin luz. Todas las
reuniones se cancelan (porque con qué vamos a hacer el café y no tenemos ni
agua en el baño). Todos se miran las caras sin saber qué hacer, porque después
de tanto mensaje de texto se olvidaron de cómo hablar. Y de pronto, obra el
milagro: un almuerzo sumido en el silencio se llena de risas y de anécdotas
varias, los empleados se conectan entre sí, algo nuevo en esta época, sin
necesidad de pantallas de por medio: se miran a la cara, se reconocen, se ríen,
se hacen bromas, se distienden, se relajan durante un rato. Un rato dije,
porque justo, justo cuando estaban por sugerir al jefe (después de tres
interminables horas) si no sería mejor volver a casa y reanudar mañana, el dios
eléctrico vuelve a funcionar y las computadoras se encienden y todo vuelve a
ser mails y ruido y caos y teléfonos que suenan imparables, impresoras que
gritan y ascensores que suben y bajan escupiendo clientes y alejándolos de un
tiempo remoto donde no hubo tiempo, ni mails, ni llamadas, ni música de fondo
ni nada más que personas que pasaban su tiempo. Lo mismo que hacen con todo ese
ruido alrededor digamos, pero sin distracciones. Vuelve el Dios, vuelve el
Caos. La gente que no trabaja en Microcentro no lo entiende. Y lo bien que
hacen. Pero el dios que maneja todos los hilos está ahí, observando, esperando,
a que te olvides de guardar ese archivo tan importante, para apagarte el mundo
laboral de una vez, y dejarte desnudo, solito, con tu cara y tu conversación a
cuestas. Dios bendiga la luz, porque no sabemos que hacer sin ella.
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